Alabado el gran manantial
que de sangre Dios nos mostró.
Alabado el rey que murió.
Su pasión nos libra del mal.
Lejos del redil de mi dueño
vime mísero, pequeño, vil;
el cordero sangre vertió;
me limpia sólo este raudal.
Sé que sólo así me emblanqueceré.
Lávame en su sangre Jesús;
y la nívea blancura me dé.
La punzante insignia llevó.
En la cruz dejó de vivir;
grandes males quiso sufrir;
no en vano empero sufrió.
Al gran manantial conducido,
que de mi maldad ha sido fin,
"lávame" le pude decir,
y nívea blancura me dio.
Padre, de ti lejos vagué;
extravióse mi corazón;
como grana mis culpas son;
no con agua limpio seré.
A tu fuente magna acudí;
tu promesa creo, ¡oh, Jesús!
La eficaz virtud de tu don
la nívea blancura me dé.